sábado, 26 de diciembre de 2009

Nosferatu



Título Original: Nosferatu, eine Symphonie des Grauens
País: Alemania
Año: 1922
Director: Friedrich Wilhelm Murnau
Guión: Henrik Galeen, Bram Stoker
Fotografía: Fritz Arno Wagner, Günther Krampf
Producción: Enrico Dieckmann, Albin Grau
Intérpretes: Max Schreck (Graf Orlok), Gustav von Wangenheim (Hutter), Greta Schröder (Ellen Hutter), Alexander Granach (Knock), Georg H. Schnell (Westenra), Ruth Landshoff (Lucy), John Gottowt (Profesor Bulwer), Gustav Botz (Profesor Sievers), Max Nemetz (Capitán del Demeter), Wolfgang Heinz (Marinero 1), Albert Venohr (Marinero 2).



Me ocupa aquí un juvenil y venerable clásico de casi noventa años. Como su protagonista, muestra un aspecto irreverentemente iconográfico, elegante y poco aseado. La versión del vampirismo que ofrece la película es la más compleja de cuantas se han elaborado en la historia del cine. El conde Orlok de Murnau tiene un porte aristocrático, una dignidad en los gestos como de buenas maneras y elegancia protocolaria interiorizadas durante generaciones. Su figura es de una extrema delgadez, lo que le da un aspecto enfermizo al tiempo que estilizado y elegante. Por otra parte, es un vampiro del folklore, un parásito agusanado de indecible fealdad, una fuerza de la naturaleza, un animal que vive en criptas en compañía de otros animales. Es, en otras palabras, una extraña forma de vida.


¿Pero qué es la vida? El no muerto expresa en esencia el misterio insondable de la realidad. Nosferatu representa la fuerza destructiva y letal de la naturaleza, los terrores nocturnos de los campesinos y el principio de entropía, la tendencia al desorden que descubren los científicos, aún bajo la alargada sombra del romanticismo. Es la sublimación de la amenaza permanente que los seres humanos, extranjeros en la naturaleza, presienten en las tinieblas de la muerte. El origen del miedo está ahí: la belleza de la naturaleza, su regularidad matemática y su exuberancia, presentan el reverso de lo sucio, caótico y amenazante. Nosferatu sublima el miedo a la agresión latente y la despersonalización de la lucha por la vida, y, de forma más sutil, el miedo a la enfermedad (o agresión interior e invisible). Al fin y al cabo, el mal del no muerto penetra como una infección en la sangre.


Como punto de partida de nuestro viaje, encontramos esa amenaza de la naturaleza que será después sublimada en una imagen sobrenatural. El mundo de los seres vivos aparece como un lugar de locura, crueldad y depredación. La invisibilidad que proporciona la oscuridad o el pequeño tamaño de las criaturas malignas recuerdan aquellas líneas de Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio, que todas las que pueda soñar tu filosofía”.





La realidad se transfigura de forma simbólica en un viaje en el que se vulneran sus reglas básicas: la velocidad del carruaje no respeta las leyes de la naturaleza. El plano en que se utiliza el negativo de la película muestra magistralmente la idea de un mundo invertido, del viaje al otro lado. La meta es la cima de una montaña en la que se alza un castillo que encierra entre sus muros un mundo aparte, habitado por el conde Orlok, una presencia solitaria, pero omnipresente. Las puertas se cierran tras el protagonista, que queda atrapado como en una tela de araña. Apartado del mundo, y solo, contempla a Nosferatu como si fuera su imagen alienada enmarcada en la puerta, como si fuera su reflejo en el espejo, que ha cobrado vida. El vampiro es también la visión del cadáver en que el protagonista se convertirá irremediablemente, pero enfrentado como un enemigo. Viene de la oscuridad y se cierne sobre el aterrorizado Hutter, que tiene a sus espaldas la naturaleza inhóspita e indiferente a su suerte. La superioridad del vampiro de Murnau sobre otros que se han hecho clásicos en la historia del cine o de la literatura radica en su silencio. El vampiro pertenece al otro mundo, es quizá nuestro propio yo en el otro lado que ha venido a destruir al de éste. Es la mirada sobrecogedora, incomprensible y amenazante de lo desconocido. Al personaje no le sienta bien la elocuencia. Lo humanizaría, lo haría pasar a nuestro lado como una soportable anomalía.




El apartado castillo es el reino de lo sobrenatural. La ciudad, sin embargo, es el lugar en que se cruzan las dos tendencias: el horror por la naturaleza y su sublimación en forma de misterio cuasi religioso. Por una parte, la ciudad está separada de la naturaleza. Su mundo es civil y artificial. El terror de los bosques y las bestias no es inmediato. La forma que adquiere ese terror en la ciudad es la más sutil, aquella que sirve de objeto tanto a la ciencia como a los miedos más primitivos: el miedo al contagio, el delirio colectivo que produce una epidemia letal, la amenaza invisible de la enfermedad, la danza de la muerte. El misterio de la enfermedad y la ignorancia sobre lo que el azar o el destino le deparen a uno conducen al establecimiento de una forma concreta en la que concentrar las fuerzas del mal. Esto se produce de dos maneras: por una parte, la sacralización del mal en una figura cuasi divina; por otra parte, la figura del chivo expiatorio, un mequetrefe que sirve para canalizar la frustración de toda la sociedad. Así, el mal abarca los dos polos de la realidad social: el gran aristócrata que está más allá de las normas no ya de la plebe, sino de la naturaleza, y el paria que es culpabilizado por su supuesto servicio a las fuerzas del mal. El primero tiene el defecto de ser invisible, como el propio agente de la enfermedad, pero convierte la inevitable muerte en una lucha épica y trascendente entre la oscuridad y la luz. El segundo tiene el defecto de que, por sí solo, quita dignidad a la muerte, casi la convierte en una parodia sin sentido, pero está a mano para servir de alivio a la frustración o para crear la ilusión de una posible salvación.





Al fin y al cabo, muerto Nosferatu, sólo queda una desolada playa sembrada de cruces que serán devoradas por un inmenso mar de monótono oleaje. Las ruinas de su castillo a la luz del día nos dejan solos ante la banalidad del mal y el vacío de la existencia. ¿No será ese, ya antes del miedo a las fieras, a la noche y a la enfermedad, el origen del ángel del mal?